lunes, 16 de diciembre de 2019

Esa vieja sensación.

Ésa que se siente cuando estás inmerso en la rutina y tienes ganas de hacer algo que sobresalga y rompa la monotonía. Cómo ese libro rebelde que juega con tirarse al vacío desde la librería, cansado de permanecer años cogiendo polvo sin haber sido leído nunca. Así me siento tomando las riendas de la prosa una vez más, escuchando Comptine d'un Autre Été como cuando era un adolescente y escribía pinceladas de melancolía, a un amor fugaz, unos ojos azabache o tan sólo una oda al otoño y los primeros retazos de niebla colándose por la ventana de mi pequeña habitación en Lérida.

A veces es necesario romper la norma, salirse del tiesto y volar lejos, muy alto. Donde las gaviotas no alcanzan, donde falta el aire, para luego aterrizar planeando a la altura de los pensamientos terrenales de todas esas personas que te rodean día a día. Esas que te saludan y repiten una y otra vez las mismas acciones, con el piloto automático. Mentes en un círculo vicioso y tóxico que ahoga nuestras vidas hasta apagar esa chispa de felicidad espontánea que teníamos cuando éramos adolescentes y queríamos comernos el mundo.

Madura, decían. Ya es hora de que pongas los pies en el suelo y seas un adulto. Ahora que empiezo a saber lo que es eso, perdónenme. No me gusta este remolino que se traga los días, los meses y los años. La rutina consume el tiempo más rápido, paradójicamente opuesta a todas las cosas que no nos gusta hacer y pasan lentamente. No me gusta tener que hacer esto que hago ahora, escribir porque las telarañas casi habían decidido amueblar mi estantería mental. Hoy voy a coger ese libro que sobresalía y voy a darle una oportunidad. 

Porque lo mejor de nosotros mismos y toda nuestra creatividad y espontaneidad siempre estará oculta dentro nuestro, esperando ser despertada.

Pinceladas de mi niñez



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